jueves, 7 de junio de 2007

¡Susto!

Esmeralda sacó a escondidas el collar de perlas exóticas de su madre, que miraba el televisor en el comedor. Al probárselo vio que las perlas apenas brillaban y se lo quitó. Frustrada fue a dejarlo al joyero cuando se le rompió la cadena. ¡Maldita sea, había quedado con Javier en cinco minutos y ahora esto! Había perlas por todas partes, alineadas una detrás de otra. Las recogió una a una hasta llegar a la última, cuando se incorporó tenía a su madre de frente, sentada en el sillón.


Inma

Palabras

¿Cómo alzar la voz al viento con una opinión sin que ésta sea arrastrada? ¿Y cómo saber esquivarla cuando es malinterpretada? Eso se preguntó durante horas, acurrucado en su viejo diván. Sobre él pesaban los años ante las viejas mesas de la biblioteca nacional del reino, adquiriendo cada día una opinión distinta, un punto de observación más amplio, aprendiendo sobre toscos y gastados libros lo que la gente destruía en las guerras. Le pesaba el saber. Le atrapaba en un mundo donde sólo él podía llegar. Se marginó para no herir. Para no ser herido. Tal fue así su devoción, que un mal nacido día se decidió por proteger el conocimiento y la cultura. Comenzó a narrar la historia del reino, desde el punto de vista que los libros le habían dado y de los rumores que siempre circularon entre el pueblo. Reconstruyó los orígenes heráldicos y los nacimientos genealógicos de los gremios. Todo fue aceptado hasta que llegó a los poderes feudales regentes. Sabía de las atrocidades de las que eran responsables nobleza y clero, y no quiso contenerse. Alzó su pluma como estandarte de la verdad y del amor hacia su raza, el hombre. Escribió tomos y tomos de verdaderas injusticias, de frías crueldades y de sentimientos reposados sobre las sienes del pueblo domado. Hasta que llegó a su día presente. Entonces se acomodó en su diván, acurrucado. Meditó días sobre su situación hasta que un alboroto le incitó a asomarse por la ventana. Dolido, vio como su amado pueblo exigía su muerte o su exilio, fue una tristeza para él ver como su pueblo coaccionado lo amedrentaba. Comenzaron a asaltar el maltrecho fortín. Apenado escondió sus pensamientos del ignorante idealismo contemporáneo. Se tumbó sobre su maltrecho diván, que tantas noches le acompañó en sus desvelos, y cerró los ojos concertándose en conciliarse con algún memitim. Sus ideas, sus implacables verdades siguen escondidas en algún lugar, ansiando ser encontradas, esperando un padre que se atreva a liberarlas y volver a escribirlas.

Fhil

El miedo

Nació con dos puntiagudas protuberancias en la cabeza, una a cada lado. Unos centímetros por encima de las orejas. Casi tan largas como sus bracitos. Lloró la madre, se horrorizó el padre, se asquearon los doctores y la comadrona. Y él, de haber tenido uso de la sinrazón, hubiera sentido repulsión hacia sí mismo.

La ciencia había muerto tiempo atrás. Su terror a la Evidencia había empujado a la humanidad a refugiarse de nuevo en la espiritualidad. El Camino venía de nuevo trazado por profetas, manuscritos y sacerdotes. Se regresó a los viejos conceptos: Bien, Mal, Orden Divino, Eternidad.

Había una normativa específica para los neonatos con cuernos. Detallaba, paso a paso, el ritual que se debía seguir en caso de que se alumbrara uno. Los Cornudos eran, rezaba el texto, engendros malignos, pedazos de Averno a los que se les debía facilitar el regreso a las llamas.

Fueron los propios doctores los que se encargaron de perpetrar el acto de salvación. Ataron al bebé de pies y manos con una soga roja. Dejó de llorar. Ayudaron a la madre, convaleciente y con los ojos hinchados, a ponerse en pie. Aún sangraba, pero no se molestaron en detener la hemorragia. Los condujeron a ambos al atrio.

No fue necesario hacer preparativos. Todo estaba en su sitio, puesto que habían practicado la salvación pocos días antes. Un gran círculo de piedras rojizas. Leña amontonada en su centro.

Una vez las llamas fueron lo suficientemente altas, se pronunciaron las palabras correspondientes al acto, y dos de los médicos agarraron a la madre por los brazos. El bebé tenía los ojos abiertos como platos, mirando a su alrededor con curiosidad. Los arrojaron al círculo.

Y, por supuesto, no hubo relámpagos en el cielo, ni la tierra se estremeció. Por supuesto.

Javier J.

Dies d'interrail

Fòrem realistes per primera vegada quan ens vam trobar a l'avisme dels dies plàcids. Se'ns havien esfumat tots com sorra entre els dits deixant tansols una latent emprenta més dura que trepitjar aquelles pedres amb peus nus o que aguantar el contundent vent de tardor que ja feia uns dies que es deixava sentir. Arreu tot havia tornat a la normailitat i la nostra fi s'aproximava inexorablement. Véiem caure el darrer dels dies des d'aquella paradisíca platja mentre intentavem acabar d'aprofitar cada un dels moments de plaer que els segons ens donaven mentre de fons, la fi s'acostava. Hauriem de passar molts mesos de diària rutina per tornar a poder gaudir d'un paradís com aquell. L'espera se'ns faria eterna, però sense cap dubte, valdria la pena.

Zliks



Fuimos realistas por vez primera cuando nos encontramos en el abismo de los días plácidos. Se nos habían esfumado todos como la arena de entre los dedos dejando tan sólo una latente imprenta más dura que el pisar aquellas piedras con los pies descalzos o que aguantar el contundente viento de otoño que ya hacía unos días que se dejaba sentir. Por todas partes todo había vuelto a la normalidad y nuestro final se aproximaba inexorablemente. Veíamos caer el último de los días desde aquella paradisíaca playa mientras intentábamos acabar de aprovechar cada uno de los momentos de placer que los segundos nos daban mientras de fondo, el final se acercaba. Tendríamos que pasar muchos meses de diaria rutina para poder volver a disfrutar de un paraíso como aquel. La espera se nos volvería eterna, pero sin duda alguna, valdría la pena.

>Días de interraíl<
Zliks