jueves, 7 de junio de 2007

El miedo

Nació con dos puntiagudas protuberancias en la cabeza, una a cada lado. Unos centímetros por encima de las orejas. Casi tan largas como sus bracitos. Lloró la madre, se horrorizó el padre, se asquearon los doctores y la comadrona. Y él, de haber tenido uso de la sinrazón, hubiera sentido repulsión hacia sí mismo.

La ciencia había muerto tiempo atrás. Su terror a la Evidencia había empujado a la humanidad a refugiarse de nuevo en la espiritualidad. El Camino venía de nuevo trazado por profetas, manuscritos y sacerdotes. Se regresó a los viejos conceptos: Bien, Mal, Orden Divino, Eternidad.

Había una normativa específica para los neonatos con cuernos. Detallaba, paso a paso, el ritual que se debía seguir en caso de que se alumbrara uno. Los Cornudos eran, rezaba el texto, engendros malignos, pedazos de Averno a los que se les debía facilitar el regreso a las llamas.

Fueron los propios doctores los que se encargaron de perpetrar el acto de salvación. Ataron al bebé de pies y manos con una soga roja. Dejó de llorar. Ayudaron a la madre, convaleciente y con los ojos hinchados, a ponerse en pie. Aún sangraba, pero no se molestaron en detener la hemorragia. Los condujeron a ambos al atrio.

No fue necesario hacer preparativos. Todo estaba en su sitio, puesto que habían practicado la salvación pocos días antes. Un gran círculo de piedras rojizas. Leña amontonada en su centro.

Una vez las llamas fueron lo suficientemente altas, se pronunciaron las palabras correspondientes al acto, y dos de los médicos agarraron a la madre por los brazos. El bebé tenía los ojos abiertos como platos, mirando a su alrededor con curiosidad. Los arrojaron al círculo.

Y, por supuesto, no hubo relámpagos en el cielo, ni la tierra se estremeció. Por supuesto.

Javier J.

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