jueves, 7 de junio de 2007

Palabras

¿Cómo alzar la voz al viento con una opinión sin que ésta sea arrastrada? ¿Y cómo saber esquivarla cuando es malinterpretada? Eso se preguntó durante horas, acurrucado en su viejo diván. Sobre él pesaban los años ante las viejas mesas de la biblioteca nacional del reino, adquiriendo cada día una opinión distinta, un punto de observación más amplio, aprendiendo sobre toscos y gastados libros lo que la gente destruía en las guerras. Le pesaba el saber. Le atrapaba en un mundo donde sólo él podía llegar. Se marginó para no herir. Para no ser herido. Tal fue así su devoción, que un mal nacido día se decidió por proteger el conocimiento y la cultura. Comenzó a narrar la historia del reino, desde el punto de vista que los libros le habían dado y de los rumores que siempre circularon entre el pueblo. Reconstruyó los orígenes heráldicos y los nacimientos genealógicos de los gremios. Todo fue aceptado hasta que llegó a los poderes feudales regentes. Sabía de las atrocidades de las que eran responsables nobleza y clero, y no quiso contenerse. Alzó su pluma como estandarte de la verdad y del amor hacia su raza, el hombre. Escribió tomos y tomos de verdaderas injusticias, de frías crueldades y de sentimientos reposados sobre las sienes del pueblo domado. Hasta que llegó a su día presente. Entonces se acomodó en su diván, acurrucado. Meditó días sobre su situación hasta que un alboroto le incitó a asomarse por la ventana. Dolido, vio como su amado pueblo exigía su muerte o su exilio, fue una tristeza para él ver como su pueblo coaccionado lo amedrentaba. Comenzaron a asaltar el maltrecho fortín. Apenado escondió sus pensamientos del ignorante idealismo contemporáneo. Se tumbó sobre su maltrecho diván, que tantas noches le acompañó en sus desvelos, y cerró los ojos concertándose en conciliarse con algún memitim. Sus ideas, sus implacables verdades siguen escondidas en algún lugar, ansiando ser encontradas, esperando un padre que se atreva a liberarlas y volver a escribirlas.

Fhil

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