martes, 5 de junio de 2007

Salta

Corría sintiendo cómo todas la criaturas fantásticas de su imaginación le besaban y acariciaban el rostro. Feliz, seguía corriendo y sonriendo. El sol altivo reinaba solemne sobre un cielo sin infieles amenazantes, totalitario. Siempre fisgón alzaba orgulloso su corona celeste. Seguía corriendo, un cambio de hierba verde a tierra seca le hace trastabillar y en un acto reflejo adelanta el otro pie, y continúa con su carrera. Sus ojos se empezaron a inundar, lloraba, lloraba sin parar. Y sin parar se frotaba la cara con suavidad para no espantar a sus mimosos compañeros. Lloró sin parar hasta que paró en seco. Sus extremidades no podían seguir sobre el precipitado vacío que se extendía ante sus pies y se prolongaba sobre el reino de cristal. Esclareciéndose los ojos, se tornó sobre sí y miró la radiante pradera, cargada de verde hierbabuena y joven clorofila, recordó al gigante del abrupto valle, y a la resistencia de los hurones en el ataque de las enredaderas. Se acordó de su casa y de cómo con sólo mirar los estampados vegetales del papel de pared se encontró allí, en el estampado. Torció de nuevo su rostro, y dejando atrás otros tantos recuerdos, apretó firmemente sus puños y miró al cielo, alzó la mano. Se despidió de su majestad y acompañada de sus amigos impalpables, saltó. Un ligero grito salió de su garganta, y en su descenso, en lugar de un avance en aceleración fue lo contrario, su caída fue reduciendo la velocidad hasta frenar a dos dedos del agua. Acto seguido las puertas del reino de cristal se abrieron y un hipocampo majestuoso le recibió. Se encaballó en su montura y el agua la anegó. Así fue cómo sus papás le contaban cómo su hermanita mayor, Amelia, se fue a correr aventuras lejos de ellos.

Fhil

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