Ésta es la historia real de una amiga. No solía hablarme de su vida sexual; según ella no tenía mucho que contar. Había salido con muchos chicos pero todos, decía, eran nefastos en la cama. Demasiado lentos y empalagosos, o rápidos y secos. Están los que preguntan constantemente a la chica cuánto falta para que llegue al orgasmo, los que en vista del “éxito” se exceden con los dedos tras el coito, los que son demasiado delicados para el sexo oral, o los que obligan a una a ducharse después de tanto lengüetazo. También los hay que muerden demasiado los pezones, que pasan de caricias en la espalda, o que no besan el ombligo. Unos llevan boxers demasiado ajustados, otros calzoncillos poperos o infantiles y los que llevan gallumbos de cuadros no se quitan los calcetines al hacerlo.
Como os contaba, no estaba satisfecha pero poco tardó en remediarlo. Todas las mañanas, al levantarse, subía un poco la persiana para sentirse observada, ponía música y se masturbaba. La mayoría de las veces, con orgasmo. Después, ducha y al trabajo. Visitaba el sexshop del centro una vez por semana. Estaba aficionada a los consoladores y lubricantes, y sentía interés por cualquier objeto que pudiera darle placer. Una cosa no quitaba a la otra y continuaba, siempre que podía, acostándose con chicos. Lo que sí iba de mal en peor era la idea que tenía de éstos. −Nosotros no los necesitamos, Berta. Total para lo que hacen. Lástima que no podamos acariciarnos a nosotras mismas en según qué zonas− opinaba.
Pero aquella mañana, me confesó en el trabajo, no se había masturbado. Nunca, ni siquiera ella sola, había sentido el cosquilleo de la noche anterior. Le conoció en un bar, charlaron y bebieron toda la noche. Él se ofreció a acompañarla a casa, ella le invitó a subir para prestarle el CD del que le había hablado y juntos se desnudaron lentamente mientras Joe Purdy recitaba cantando de fondo. Todavía se le erizaba la piel al recordarlo.
Como os contaba, no estaba satisfecha pero poco tardó en remediarlo. Todas las mañanas, al levantarse, subía un poco la persiana para sentirse observada, ponía música y se masturbaba. La mayoría de las veces, con orgasmo. Después, ducha y al trabajo. Visitaba el sexshop del centro una vez por semana. Estaba aficionada a los consoladores y lubricantes, y sentía interés por cualquier objeto que pudiera darle placer. Una cosa no quitaba a la otra y continuaba, siempre que podía, acostándose con chicos. Lo que sí iba de mal en peor era la idea que tenía de éstos. −Nosotros no los necesitamos, Berta. Total para lo que hacen. Lástima que no podamos acariciarnos a nosotras mismas en según qué zonas− opinaba.
Pero aquella mañana, me confesó en el trabajo, no se había masturbado. Nunca, ni siquiera ella sola, había sentido el cosquilleo de la noche anterior. Le conoció en un bar, charlaron y bebieron toda la noche. Él se ofreció a acompañarla a casa, ella le invitó a subir para prestarle el CD del que le había hablado y juntos se desnudaron lentamente mientras Joe Purdy recitaba cantando de fondo. Todavía se le erizaba la piel al recordarlo.
−Se llama amor a primera vista−, le dije yo.
Inma
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