Arturo soñaba con ser rey. Con tan sólo seis años y ya apuntaba alto. Lamentablemente, de un padre lampista y de una madre cajera de un Caprabo®, poca sangre real corría por sus venas. Sin embargo, él soñaba. Y una vez al año dejaba de soñar en su inocencia. Pues durante tres años seguidos se había convertido en el rey de la casa por un día. Hoy no esperaba menos, y se sentó en la mesa con su capa para la coronación. Seguro de sí mismo, y de su destino, dejó que la familia comenzara antes que él. Al poco rato se echó la rosca a la boca, y con los morros manchados de azúcar oyó cómo Ana, su tercera hermana mayor de nueve años, gritaba enloquecida:
—¡Soy la reina! ¡Soy la reina!
Arturo puso cara de asco, y todos se le quedaron mirando cómo escupía con repulsión la pasa sobre el plato, dejando un rastro de babas tras de sí.
Fhil
—¡Soy la reina! ¡Soy la reina!
Arturo puso cara de asco, y todos se le quedaron mirando cómo escupía con repulsión la pasa sobre el plato, dejando un rastro de babas tras de sí.
Fhil
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