sábado, 29 de diciembre de 2007

Sr. Benavente

El bar estaba lleno de la gente de siempre, Doña Vicenta con su maquillaje exagerado sentada en la mesa en donde años atrás, cuando era joven, flirteaba con Machado. Don Raimundo con su pipa humeante y su periódico siempre tres días caduco porque argüía que así las noticias le preocupaban menos pues ya era tarde para preocuparse y que él ya no tenía edad para esos menesteres. Las gemelas Casares, de Oviedo, envueltas en su mantilla siempre inseparables, con una copa de coñac templado. El matrimonio Urquijo estancados en el tiempo, con su vestuario de época que conservaban como el primer día, mientras discutían constantemente por las cosas del barrio. Todos estaban ahí, todos excepto el señor Benavente, que llevaba varios días sin aparecer por el local. Todos se habían echo al nuevo joven camarero que Don Manolo, tras su jubilación, había dejado al cargo de todo. El tintineo de la puerta dejó entrar el escandaloso trajinar de la gente en la calle y el frío invernal que servía de presentación para el sr. Benavente que aparecía envuelto en su bufanda gris y en su abrigo negro de fieltro. Todos se volvieron a él y algunos vociferaron “¡Hombre, Benavente!”, pero él los ignoró. Se acercó al muchacho y le pidió dos bocadillos de jamón serrano para llevar. El joven le pregunto “¿Cómo van las fiestas?” y a lo que la crepitosa voz de Benavente contestó “Mal. Lo malo de tener la edad que tenemos es que ya hemos vivido muchas cosas y ya sólo nos quedan recuerdos, y todos son buenos…”. Le sonrió y marchó con sus bocadillos por la puerta sin despedirse de nadie, dando la espalda a todos.


Fhil

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